El domingo en el parque


EL DOMINGO EN EL PARQUE

(Esperando el fin de semana, pp 98-101)






El siglo xix presenció la creciente privatización del ocio por parte de la clase media, que elevó el status del hogar a un nivel previamente inimaginable. Se gastaban grandes sumas de dinero en arquitectura y decoración, y se pasaba gran parte del tiempo libre en una atmósfera doméstica. Por la misma época, apareció otra institución relacionada con el ocio. Para los hombres, el hecho de pertenecer a un club privado era un modo de mantenerse separado de la muchedumbre. Los cambios en deportes como carreras de caballos, criquet y rugby reflejaban un deseo general por parte de los más ricos de distanciarse de las clases inferiores.

Pero el ocio era también un modo de hacer valer públicamente el status; de ahí la aceptación de pasa-tiempos como la cacería del zorro y el tiro, actividades que, según la ley y las costumbres, no eran accesibles a la gente común. El deporte de la vela, cuya afición creció durante la primera mitad del siglo XIX, era perfectamente adecuado para el consumo ostentoso. Era costoso, y por lo tanto, exclusivo. El deportista náutico se podía alejar de la multitud simplemente navegando en medio de un lago; no había necesidad de cercos o tapias. Al mismo tiempo era, y continúa siendo, una oportunidad gratificante para ser visto, admirado y envidiado por los plebeyos que se quedan en la orilla.

Sin embargo, la separación de las clases sociales en relación con el ocio no era absoluta, y durante la época victoriana existieron varias influencias opuestas. Una fue el movimiento de recreación racional. Al principio se trataba de un fenómeno de la clase media que promovía las bibliotecas ambulantes, las sociedades literarias y las conferencias, y más tarde dirigió su atención al público en general. La idea era ofrecer al obrero una alternativa ordenada, educativa y de autosuperación frente a las atracciones de la taberna y la casa de juegos

Por supuesto, ésta era una ardua batalla, pero obtuvo algunos resultados tangibles como la entrada gratuita a museos durante los festivos, y la aprobación de estatutos que hicieron posible a los municipios crear una variedad de instituciones públicas de ocio: bibliotecas, museos y parques. A pesar de que llevó muchos unos lograr la realización física del ideal —que los lugares de recreación públicos fueran accesibles a todos—, el cambio de percepción fue un resultado importante. El ocio, antes un negocio comercial, se estaba convirtiendo en una cuestión de interés público.

Otra influencia democratizante del ocio en el siglo XIX, especialmente con respecto al ocio dominguero, fueron los viajes en tren. Los trenes transportaban a los actores —artistas del circo o compañías teatro— más rápida y convenientemente que antes, y gracias a él las provincias podían gozar casi de la misma calidad de espectáculos que las ciudades. Más importante aún fue la reducción del coste del viaje, que permitía viajar a un mayor número de gente para asistir a un espectáculo. Esto aseguró el crecimiento de empresas de recreo, como las ferias y parques, además de los grandes hipódromos, a los que empezaron a acudir espectadores de todas las clases desde distancias considerables. Es importante destacar que, como dice Cunningham, durante el siglo XIX «los trabajadores no utilizaban los trenes para ir a trabajar, sino para viajes de placer». Cuando se reerigió el Palacio de Cristal en Sydenham, en 1854, se podía llegar a él desde Londres en tren y, por lo tanto, la idea de coger un tren para pasar «un día en el campo» fue enseguida aceptada. Las compañías de ferrocarril hicieron grandes esfuerzos para atraer al público mediante la reducción del precio de los billetes en los días festivos y la organización de excursiones no sólo en ferias e hipódromos, sino también a la playa. Lugares que antes eran exclusivos como Brighton y Black' pool comenzaron a llenarse de multitudes de excursionistas.

El ocio georgiano siempre ha sido un antídoto para el trabajo, ya que sacaba al participante del mundo monótono del trabajo y lo colocaba en la atmósfera excitante del deporte y el espectáculo público. Gracias a los ferrocarriles, este traslado fue literal, ya que el obrero de la fábrica victoriana era sacado de los límites de la ciudad industrial e introducido en ambientes más agradables.

Los grandes cambios sufridos por el domingo —y el ocio— durante el último cuarto del siglo XIX fueron retratados por Seurat en Grande Jatte. La isla cubierta de bosques o el viaje en tren desde la Gare Saint-Lazare ofrecían precisamente los atractivos que buscaba la multitud de los domingos: aire fresco y naturaleza verde, oportunidades para navegar, pescar y hacer picnics: una escapada del centro de París que, al igual que Londres, estaba cada vez más congestionado. La mayoría de los hogares eran estrechos, deprimentes, pobremente iluminados y mal ventilados. La ciudad era un lugar insalubre; hasta el fin de siglo las epidemias de fiebre tifoidea, cólera y viruela eran comunes en París. No resulta sorprendente que la gente deseara escaparse, aunque sólo fuera por un día.

¿Qué hacían en las salidas? A primera vista, la mayoría de las figuras de Grande Jatte no parecen estar haciendo otra cosa que pasear. El siglo XIX se tomaba en serio la idea de dar «un paseo por el parque». Caminar era físicamente saludable y, además, caminar rodeado de naturaleza era espiritualmente edificante (de ahí la creciente popularidad de escalar y hacer excursiones a pie). Los primeros parques públicos fueron creados sólo para caminar y no tenían otras prestaciones, simplemente fueron pensados como una alternativa «educativa» a otros tipos de recreo. Un escritor de Manchester observó elogiosamente que «los domingos, en lugar de holgazanear en el campo, asistir a peleas de perros, jugar a las chapas o estar en la cervecería, ellos [el público] van a uno de esos parques». Y agregaba: «Esto los induce a la vez a vestirse mejor».

La isla de la Grande Jatte no era un parque creado formalmente, pero tenía mucho en común con esos lugares. Todas las figuras retratadas por Seurat están bien vestidas: los caballeros llevan levitas y sombreros de copa, las damas lucen sombreros elegantes y sombrillas y muestran la curiosa silueta que resultaba del uso del polisón, que en ese momento era el colmo de la elegancia. Pero entre estas personas elegantes vestidas con sus mejores trajes domingueros se encuentran otras figuras, cuya ropa sugiere una extracción social inferior: las dos mujeres sin sombrero sentadas en el césped, por ejemplo, o la niñera con el niño. Tras una inspección más minuciosa, esta «escena burguesa» deja de serlo, ya que también incluye a miembros de la clase obrera, como la nodriza y los reclutas. O el hombre recostado en primer plano, cuya gorra con visera, camiseta sin mangas y pipa lo definen como trabajador de una fábrica. En el otro extremo de las clases sociales encontramos a los deportistas náuticos y al equipo de remeros que se encuentran gozando de pasatiempos elegantes y exclusivos de la burguesía floreciente.

La mezcla de clases sociales demuestra hasta qué punto los ideales de la clase media acerca de la recreación llegaron a dominar el ocio dominguero en Francia. Sin embargo, este dominio no era total, ya que la Grande Jatte no era sólo un lugar para quienes iban a dar un paseo en barca o de picnic; también ofrecía entretenimientos comerciales. En la isla había muchas cafeterías y boleras, y una sala de baile que tenía una reputación dudosa. Estos entretenimientos no aparecen en el cuadro, pero Seurat alude a ellos mediante la moda típicamente circunspecta.* La mujer con polisón en primer plano, acompañada por un elegante hombre de mundo, lleva un mono atado a una correa. El historiador Richard Thomson sugirió que Seurat estaba empleando un astuto juego de palabras visual, ya que en el argot parisino contemporáneo singesse, o mona, significaba prostituta. También dice que la dama bien vestida junto a la orilla, que sostiene anómalamente una caña de pescar, puede ser una alusión a la metáfora común francesa que se refiere a las prostitutas como las que van a la «pesca» de clientes (las palabras francesas «pescar» y «pecar» suenan casi igual).

La presencia de rameras en el parque es un recuerdo de épocas anteriores, cuando se consideraba a las únicas mujeres que frecuentaban las salas de baile y otros lugares de entretenimiento público, como tabernas, jardines, casinos e incluso music halls —y generalmente lo eran—, prostitutas. El lugar adecuado para mujeres respetables era el hogar; el ocio público estaba reservado exclusivamente para el hombre. Esto comenzó a cambiar cuando los deportes y las aficiones pasaron a formar parte de las actividades de ocio de la clase alta. En ese momento la salida del domingo pasó a ser familiar. A mediados del siglo xix, las recreaciones respetables en la orilla del mar y en el parque estaban permitidas para mujeres de todas las clases, como lo demuestra el cuadro de Seurat.

Es una mezcla de sexos y clases que ha ido a disfrutar de una tarde de domingo en el parque. Sin embargo, o quizá debido a esta convivencia democrática, los individuos parecen ignorarse entre sí, ya que se los ve concentrados en fantasías individuales. Están todos juntos, y a pesar de todo, separados. Este fue otro cambio del siglo XIX. El ocio público dejó de ser local, dividido en clases y familias, y pasó a ser cada vez más comunal. En este proceso, el ocio también se transformó en más impersonal, casi anónimo. Entonces uno salía a descansar, o a la playa o al parque, y disfrutaba de su ocio en compañía de extraños.