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Recreación en parques y ramblas de Montevideo




El surgimiento del tiempo libre, a finales del siglo XIX, y las demandas de un uso racional de dicho tiempo son síntomas de la consolidación de una sociedad moderna y de la confirmación del proceso industrializador. Tiempo libre y recreación son dos conceptos asociados ineludiblemente a la Modernidad.


En este contexto del proceso de desarrollo de los Estados Modernos y del aumento del tiempo liberado del trabajo, se consolidará un concepto de recreación racional que generará una gran transformación urbana con el diseño y construcción de parques y ramblas. En el caso de Montevideo, ese proceso modernizador e industrializador se consolidará en los primeros años del siglo XX, época en la cual se construyen los diversos paseos que le darán una fisonomía de ciudad europea.


Este Blog se propone relevar los usos de esos espacios de ocio que hicieron los montevideanos de las primeras décadas del siglo XX. Nos referimos a los Parques y Ramblas que fueron el principal ámbito de encuentro de ciudadanos diversos, en una ciudad que duplicó la población en menos de veinte años gracias a la inmigración, mientras se consolidaba el Uruguay moderno.


Plan de embellecimiento y ensanche de Montevideo 1891

Plan de embellecimiento y ensanche de Montevideo


El desarrollo de parques y ramblas como instrumento de

consolidación del Uruguay moderno.

La reducción del tiempo de trabajo


LA REDUCCION DEL TIEMPO DE TRABAJO

(El tiempo que vivimos, Cap 5)






La conquista de las ocho horas

En 1864, la que sería bandera del movimiento obrero durante décadas aparece por primera vez en los textos de una organización política, la I Internacional.23 Sería, sin embargo, en EE.UU. donde el movimiento obrero organizado fijaría las 8 horas como objetivo universal, y lanzaría las primeras luchas para conseguirlo que alcanzarían eco histórico. El Congreso General Obrero celebrado en Baltimore en 1866 fijaba las 8 horas como «primera y gran exigencia del presente para liberar al trabajo de este país de la esclavitud capitalista». El movimiento se extendió rápidamente y su reclamación alcanzó caracteres míticos para una masa obrera que cifraba en ella mucho más que arrancar un mayor descanso: en las 8 horas iba envuelta la dignidad del trabajador. Los obreros de Dunkirk, Nueva York, lo expresaban en una resolución:

Nosotros, obreros de Dunkirk, declaramos que es demasiado grande la prolongación del tiempo de trabajo requerida bajo el sistema actual y que no deja al obrero ningún tiempo para su descanso y promoción, sino que más bien lo hunde en un estado de servidumbre poco mejor que la esclavitud. Por eso decimos que 8 horas son suficientes para una jornada de trabajo y tienen que reconocerlas legalmente como suficientes.

Veinte años después de las grandes declaraciones pioneras —en mayo de 1886— tuvieron lugar en EE.UU. las primeras movilizaciones de masas por la jornada de ocho horas. En Chicago fueron acompañadas de huelgas impulsadas por los sindicalistas más radicalizados. El 3 de mayo, durante la huelga declarada en la McCormick Harvesting Machine Company —célebre fabricante de las primeras cosechadoras mecánicas— los incidentes entre huelguistas y policía ocasionaron un muerto y varios heridos. El 4 de mayo, el acto de protesta contra la actuación policial, en la plaza del Mercado de heno (Haymarket Square), degeneró en tragedia al explotar una bomba que dejó a 7 policías muertos y cerca de 100 heridos. Cuatro líderes anarquistas fueron condenados sin pruebas y ahorcados el 11 de noviembre de 1887. El eco de la tragedia de Chicago resonaría durante décadas ligado a la lucha por la reducción de jornada. La institución del Primero de Mayo como fiesta obrera conmemoraría después las primeras luchas masivas por la jornada de 8 horas. Un año más tarde, en diciembre de 1887, el acto de fundación de la American Federation of Labor (AFL) —todavía hoy el más importante sindicato de EE.UU.— dejaba constancia de que nacía para reivindicar «un justo salario por una justa jornada de trabajo».26

De la sangre derramada a la «inigualable» jornada del cura Azpiri

El 24 de febrero de 1889 tienen lugar en Francia las primeras manifestaciones en favor de la jornada de 8 horas con choques violentos, detenciones y condenas. El mes de julio de ese año, la reunión fundacional de la II Internacional declara el 1 de mayo «Día Internacional del Trabajo». El año siguiente, el primer Primero de Mayo se celebra en los principales países industriales bajo el signo de las 8 horas. En 1891, los trabajadores rusos bajo la dictadura zarista se suman a las movilizaciones del Primero de Mayo —un símbolo de la internacionalización del movimiento—. Ese día se produjeron huelgas y

violentos incidentes en Italia, Bélgica y Francia. En este país el ejército interviene contra una manifestación obrera en Fourmies causando 15 muertos y 60 heridos —entre ellos mujeres y niños—. El 15 de mayo del mismo año, León XIII publica la encíclica Rerum Novarum que condena el capitalismo liberal y el marxismo y afirma el derecho de los trabajadores al descanso y a una jornada justa. El programa del Partido Socialdemócrata Alemán para el Congreso de Erfurt, en 1892, redactado por Friedrich Engels y Karl Kautsky, incluye la jornada de 8 horas entre las principales reformas democráticas que hay que defender en el Reichstag (Parlamento).

Por compromiso del Tratado de Versalles, tras la Gran Guerra la Conferencia Internacional del Trabajo se reunió en Washington en noviembre de 1919, alumbrando un convenio que hizo historia: la instauración internacional de las 8 horas y las 48 semanales culminaba décadas de luchas obreras. Para dar este paso decisivo a nivel internacional se consumieron más de cincuenta años, pero se precipitó por la conmoción política, social y bélica de la Primera Guerra Mundial.

tras la posguerra, el ocio. el fin de semana y las vacaciones pagadas.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción de Europa y buena parte de Asia, los gastos militares de una economía de guerra fría y la nueva prioridad asignada al crecimiento catapultan la demanda de tiempo de trabajo. En los años cuarenta y cincuenta éste aumenta en cómputo anual, y también lo hace, con las horas extra, en jornada diaria y semanal. Se trabaja más para cubrir las necesidades básicas en un mundo devastado.

En los años sesenta, con los beneficios del desarrollo a la vista, el tiempo de trabajo empieza a descender. En unos países antes y en otros después, por la triple vía del aumento de las vacaciones anuales, la reducción de las horas diarias, y, sobre todo, las semanales, el tiempo trabajado va abriendo hueco a una sociedad y una economía del ocio. Es la época —de 1945 a 1973— de la mayor creación de riqueza de la historia de la humanidad. Al final del período —últimos años sesenta, primeros setenta— las ganancias de productividad se trasladan, simultáneamente, a aumentar el nivel de consumo de los trabajadores y a ensanchar el tiempo libre que hace factible disfrutarlo.

Desde 1960 casi todos los países desarrollados hacen descender su tiempo anual de trabajo en proporciones similares. Los japoneses parten de un número de horas casi decimonónico —unas 2.450 horas/año - mientras los suecos se permiten trabajar sólo 1.800 horas/año sin perder eficiencia. El resto de países desarrollados parten de situaciones relativamente próximas y hacia 1973 convergen alrededor de las 1.800-1.900 horas/año. Entre 1960 y 1985 la reducción del tiempo de trabajo ha sido de más del 20 % en Holanda, en Bélgica y en Alemania Federal •—allí donde la duración anual era más elevada—. EE.UU. y Canadá, que partían de un nivel algo más bajo, disminuyeron su tiempo trabajando más lentamente. En los años ochenta, sólo los japoneses seguían trabajando por encima de las 2.000 horas/año.

Uno de los mecanismos de esta reducción fue al aumento progresivo de las vacaciones anuales pagadas. En 1956 la empresa pública Renault —buque insignia de la industria francesa— acordó con sus trabajadores la tercera semana de vacaciones retribuidas. En 1963 añadió la cuarta semana. Los suecos se adelantaron con la quinta semana en 1977, y el gobierno socialista francés la instituyó en 1982. El turismo de masas, los paquetes
de vacaciones, y una compleja industria del ocio, fueron despegando desde los años cincuenta, junto con la industria aeronáutica y el transporte aéreo masivo, mientras el tiempo de trabajo descendía.40 El movimiento general de reducción del tiempo de trabajo en esos años se alimentaba, sobre todo, de la reducción de la semana laboral. En Francia, por ejemplo, según cálculos precisos, la semana laboral efectiva disminuyó, entre 1950 y 1982, a razón de 20 minutos por año —algo más de 10 horas en treinta y dos años—.41 Con este corrimiento del tiempo, irrumpía un fenómeno sociológico y una conquista de la civilización: el fin de semana. Primero se generalizó el medio-sábado de la «semana inglesa» y luego los dos días de descanso. La consagración del ocio de masas, la sociedad de consumo y el tiempo libre —«vulgaridades» denostadas por quienes disfrutaron de ellas en exclusiva durante siglos— abrieron el horizonte vital de millones de personas. En este tiempo reconquistado en los últimos treinta años, ¿cuántos inventos, cuántas ideas, cuántos proyectos, cuántas amistades, cuántos amores, cuánta vida se ha vivido?

CUESTIONARIO:

¿Qué relación tiene la ley de 8 horas con el tiempo libre?

¿Quiénes promueven la instauración de las 8 horas?

¿Qué medidas facilitan el surgimiento del tiempo libre en el siglo XX?

El domingo en el parque


EL DOMINGO EN EL PARQUE

(Esperando el fin de semana, pp 98-101)






El siglo xix presenció la creciente privatización del ocio por parte de la clase media, que elevó el status del hogar a un nivel previamente inimaginable. Se gastaban grandes sumas de dinero en arquitectura y decoración, y se pasaba gran parte del tiempo libre en una atmósfera doméstica. Por la misma época, apareció otra institución relacionada con el ocio. Para los hombres, el hecho de pertenecer a un club privado era un modo de mantenerse separado de la muchedumbre. Los cambios en deportes como carreras de caballos, criquet y rugby reflejaban un deseo general por parte de los más ricos de distanciarse de las clases inferiores.

Pero el ocio era también un modo de hacer valer públicamente el status; de ahí la aceptación de pasa-tiempos como la cacería del zorro y el tiro, actividades que, según la ley y las costumbres, no eran accesibles a la gente común. El deporte de la vela, cuya afición creció durante la primera mitad del siglo XIX, era perfectamente adecuado para el consumo ostentoso. Era costoso, y por lo tanto, exclusivo. El deportista náutico se podía alejar de la multitud simplemente navegando en medio de un lago; no había necesidad de cercos o tapias. Al mismo tiempo era, y continúa siendo, una oportunidad gratificante para ser visto, admirado y envidiado por los plebeyos que se quedan en la orilla.

Sin embargo, la separación de las clases sociales en relación con el ocio no era absoluta, y durante la época victoriana existieron varias influencias opuestas. Una fue el movimiento de recreación racional. Al principio se trataba de un fenómeno de la clase media que promovía las bibliotecas ambulantes, las sociedades literarias y las conferencias, y más tarde dirigió su atención al público en general. La idea era ofrecer al obrero una alternativa ordenada, educativa y de autosuperación frente a las atracciones de la taberna y la casa de juegos

Por supuesto, ésta era una ardua batalla, pero obtuvo algunos resultados tangibles como la entrada gratuita a museos durante los festivos, y la aprobación de estatutos que hicieron posible a los municipios crear una variedad de instituciones públicas de ocio: bibliotecas, museos y parques. A pesar de que llevó muchos unos lograr la realización física del ideal —que los lugares de recreación públicos fueran accesibles a todos—, el cambio de percepción fue un resultado importante. El ocio, antes un negocio comercial, se estaba convirtiendo en una cuestión de interés público.

Otra influencia democratizante del ocio en el siglo XIX, especialmente con respecto al ocio dominguero, fueron los viajes en tren. Los trenes transportaban a los actores —artistas del circo o compañías teatro— más rápida y convenientemente que antes, y gracias a él las provincias podían gozar casi de la misma calidad de espectáculos que las ciudades. Más importante aún fue la reducción del coste del viaje, que permitía viajar a un mayor número de gente para asistir a un espectáculo. Esto aseguró el crecimiento de empresas de recreo, como las ferias y parques, además de los grandes hipódromos, a los que empezaron a acudir espectadores de todas las clases desde distancias considerables. Es importante destacar que, como dice Cunningham, durante el siglo XIX «los trabajadores no utilizaban los trenes para ir a trabajar, sino para viajes de placer». Cuando se reerigió el Palacio de Cristal en Sydenham, en 1854, se podía llegar a él desde Londres en tren y, por lo tanto, la idea de coger un tren para pasar «un día en el campo» fue enseguida aceptada. Las compañías de ferrocarril hicieron grandes esfuerzos para atraer al público mediante la reducción del precio de los billetes en los días festivos y la organización de excursiones no sólo en ferias e hipódromos, sino también a la playa. Lugares que antes eran exclusivos como Brighton y Black' pool comenzaron a llenarse de multitudes de excursionistas.

El ocio georgiano siempre ha sido un antídoto para el trabajo, ya que sacaba al participante del mundo monótono del trabajo y lo colocaba en la atmósfera excitante del deporte y el espectáculo público. Gracias a los ferrocarriles, este traslado fue literal, ya que el obrero de la fábrica victoriana era sacado de los límites de la ciudad industrial e introducido en ambientes más agradables.

Los grandes cambios sufridos por el domingo —y el ocio— durante el último cuarto del siglo XIX fueron retratados por Seurat en Grande Jatte. La isla cubierta de bosques o el viaje en tren desde la Gare Saint-Lazare ofrecían precisamente los atractivos que buscaba la multitud de los domingos: aire fresco y naturaleza verde, oportunidades para navegar, pescar y hacer picnics: una escapada del centro de París que, al igual que Londres, estaba cada vez más congestionado. La mayoría de los hogares eran estrechos, deprimentes, pobremente iluminados y mal ventilados. La ciudad era un lugar insalubre; hasta el fin de siglo las epidemias de fiebre tifoidea, cólera y viruela eran comunes en París. No resulta sorprendente que la gente deseara escaparse, aunque sólo fuera por un día.

¿Qué hacían en las salidas? A primera vista, la mayoría de las figuras de Grande Jatte no parecen estar haciendo otra cosa que pasear. El siglo XIX se tomaba en serio la idea de dar «un paseo por el parque». Caminar era físicamente saludable y, además, caminar rodeado de naturaleza era espiritualmente edificante (de ahí la creciente popularidad de escalar y hacer excursiones a pie). Los primeros parques públicos fueron creados sólo para caminar y no tenían otras prestaciones, simplemente fueron pensados como una alternativa «educativa» a otros tipos de recreo. Un escritor de Manchester observó elogiosamente que «los domingos, en lugar de holgazanear en el campo, asistir a peleas de perros, jugar a las chapas o estar en la cervecería, ellos [el público] van a uno de esos parques». Y agregaba: «Esto los induce a la vez a vestirse mejor».

La isla de la Grande Jatte no era un parque creado formalmente, pero tenía mucho en común con esos lugares. Todas las figuras retratadas por Seurat están bien vestidas: los caballeros llevan levitas y sombreros de copa, las damas lucen sombreros elegantes y sombrillas y muestran la curiosa silueta que resultaba del uso del polisón, que en ese momento era el colmo de la elegancia. Pero entre estas personas elegantes vestidas con sus mejores trajes domingueros se encuentran otras figuras, cuya ropa sugiere una extracción social inferior: las dos mujeres sin sombrero sentadas en el césped, por ejemplo, o la niñera con el niño. Tras una inspección más minuciosa, esta «escena burguesa» deja de serlo, ya que también incluye a miembros de la clase obrera, como la nodriza y los reclutas. O el hombre recostado en primer plano, cuya gorra con visera, camiseta sin mangas y pipa lo definen como trabajador de una fábrica. En el otro extremo de las clases sociales encontramos a los deportistas náuticos y al equipo de remeros que se encuentran gozando de pasatiempos elegantes y exclusivos de la burguesía floreciente.

La mezcla de clases sociales demuestra hasta qué punto los ideales de la clase media acerca de la recreación llegaron a dominar el ocio dominguero en Francia. Sin embargo, este dominio no era total, ya que la Grande Jatte no era sólo un lugar para quienes iban a dar un paseo en barca o de picnic; también ofrecía entretenimientos comerciales. En la isla había muchas cafeterías y boleras, y una sala de baile que tenía una reputación dudosa. Estos entretenimientos no aparecen en el cuadro, pero Seurat alude a ellos mediante la moda típicamente circunspecta.* La mujer con polisón en primer plano, acompañada por un elegante hombre de mundo, lleva un mono atado a una correa. El historiador Richard Thomson sugirió que Seurat estaba empleando un astuto juego de palabras visual, ya que en el argot parisino contemporáneo singesse, o mona, significaba prostituta. También dice que la dama bien vestida junto a la orilla, que sostiene anómalamente una caña de pescar, puede ser una alusión a la metáfora común francesa que se refiere a las prostitutas como las que van a la «pesca» de clientes (las palabras francesas «pescar» y «pecar» suenan casi igual).

La presencia de rameras en el parque es un recuerdo de épocas anteriores, cuando se consideraba a las únicas mujeres que frecuentaban las salas de baile y otros lugares de entretenimiento público, como tabernas, jardines, casinos e incluso music halls —y generalmente lo eran—, prostitutas. El lugar adecuado para mujeres respetables era el hogar; el ocio público estaba reservado exclusivamente para el hombre. Esto comenzó a cambiar cuando los deportes y las aficiones pasaron a formar parte de las actividades de ocio de la clase alta. En ese momento la salida del domingo pasó a ser familiar. A mediados del siglo xix, las recreaciones respetables en la orilla del mar y en el parque estaban permitidas para mujeres de todas las clases, como lo demuestra el cuadro de Seurat.

Es una mezcla de sexos y clases que ha ido a disfrutar de una tarde de domingo en el parque. Sin embargo, o quizá debido a esta convivencia democrática, los individuos parecen ignorarse entre sí, ya que se los ve concentrados en fantasías individuales. Están todos juntos, y a pesar de todo, separados. Este fue otro cambio del siglo XIX. El ocio público dejó de ser local, dividido en clases y familias, y pasó a ser cada vez más comunal. En este proceso, el ocio también se transformó en más impersonal, casi anónimo. Entonces uno salía a descansar, o a la playa o al parque, y disfrutaba de su ocio en compañía de extraños.

Equipo de trabajo


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Asistentes

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Cámara y edición

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Coordinación

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Centro técnico audiovisual UCUDAL

Desarrollo de blog

Lic Guzmán Gordillo